Por: Roberto Quijano Luna / Abogado. Académico. Autor
Durante décadas, la universidad pública fue un motor de progreso social en México. Facilitó la creación de una clase media profesional con acceso a empleos bien remunerados tanto en el sector público como en el privado. Sin embargo, este impulso parece haber entrado en un periodo de desaceleración.
El número de egresados universitarios aumenta año tras año, pero las oportunidades laborales no crecen al mismo ritmo. Esto ha generado una intensa competencia por un número limitado de puestos bien pagados. Durante los últimos cincuenta años, instituciones tecnocráticas como Banxico o la Secretaría de Hacienda captaron buena parte del talento nacional, particularmente de universidades como la UNAM y el IPN. Sin embargo, en la actualidad, los cuadros más brillantes prefieren el sector privado o buscan oportunidades fuera del país, donde perciben mejores condiciones laborales y profesionales.
Esta migración de talento hacia las «grandes ligas» —Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey— ha dejado al resto del país con escasas oportunidades para profesionistas capacitados. Como resultado, miles de egresados enfrentan largos periodos de desempleo o aceptan trabajos por debajo de su nivel de preparación. En algunos casos, incluso encuentran que dedicarse a oficios no relacionados con su formación paga mejor que los empleos en su campo.
La irrupción de la inteligencia artificial (IA) amplifica estos retos. Muchas profesiones tradicionales, incluso aquellas altamente especializadas, están siendo transformadas o sustituidas por herramientas basadas en IA, reduciendo la demanda de ciertos roles exclusivos de profesionales universitarios. Esto intensifica la competencia no solo entre egresados, sino también frente a sistemas automatizados que ofrecen soluciones rápidas y económicas. Paradójicamente, el acceso masivo a la educación superior, que alguna vez fue el pilar del progreso social, podría quedar rezagado si no se adapta rápidamente a los avances tecnológicos.
A muchos jóvenes se les inculcó desde pequeños que la universidad era la clave para un futuro mejor. Durante un tiempo, esa premisa funcionó, pero no porque sea la mejor opción para algunos garantiza el éxito para todos. La comparación con generaciones anteriores es inevitable: el abuelo que, sin estudios universitarios, sacó adelante a su familia contrasta con el nieto ingeniero que, pese a su preparación, enfrenta una economía que no recompensa su esfuerzo del mismo modo.
En este contexto, los oficios resurgen como una alternativa viable ante la saturación del mercado profesional. Carpinteros, plomeros y otros técnicos especializados ofrecen servicios esenciales difíciles de automatizar y con alta demanda laboral. Estos oficios, a menudo menospreciados frente a las carreras universitarias, presentan ventajas como menor tiempo y costo de formación. Revalorar los oficios podría ser clave para diversificar oportunidades y contrarrestar el desempleo juvenil.
El modelo universitario también ha cambiado. Se amplió la matrícula para incluir a más jóvenes, pero esto redujo estándares y fomentó el conformismo. Hoy, la universidad pública funciona más como una extensión del sistema educativo básico, manteniendo a los jóvenes ocupados en aulas hasta los 23 años. Este esquema parece más una solución paliativa que una vía real hacia el progreso.
Este fenómeno es una bomba de tiempo y una tragedia generacional. Sin ajustes, el sistema universitario está lejos de garantizar la movilidad social que alguna vez prometió. Mientras tanto, seguiremos atrapados en el ciclo de estudiar y trabajar, esperando que sea suficiente para construir un mejor futuro.
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