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Violadores de menores acechan entre juegos. Abusadores no son enfermos.

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No existe un perfil único del agresor sexual de menores, pero hay características que descubren su personalidad distorsionada. Pruebas sicológicas lo exhiben así: bajo control de impulsos, nula tolerancia a la frustración, escasa empatía por los demás, inmaduro en lo emocional, regresivo y egocéntrico; con información sexual deficiente plagada de represiones y tabúes, desempeño sexual precario e incapacitado para relacionarse con mujeres de su edad.

Este es el perfil que trazan varios expertos consultados por EL UNIVERSAL, quienes aseguran que el abusador no es un enfermo mental, pues tratarlo como tal sería tanto como exculparlo.

Para empezar, “99.9% de los atacantes son hombres”, precisa Alicia Rosas Rubí, fiscal de Delitos Sexuales de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), quien explica que el agresor busca actividades que lo pongan en contacto con su víctima, por lo que recurre a dulces, juguetes o dinero con tal de generar apego. Pero en otros casos amaga o amenaza.

Se trata de hombres cariñosos, espléndidos y condescendientes con los menores, explica la fiscal: “Siempre están dispuestos a pasar el mayor tiempo posible con los niños”. El victimario más viejo que ha llegado a la PGJDF tiene 77 años.

También hay acusaciones contra niños de 12 años, pero “más que agresores son sujetos a supervisión porque tienen algún trastorno de personalidad generado por estar expuestos a observar prácticas inapropiadas en el tema sexual”, asegura Rosas Rubí.

Francisco Matamoros, autor del libro El agresor sexual, añade características a este perfil y señala que es común que en la historia de vida del agresor haya habido rechazo de mujeres. Muchas veces fueron hijos de madres autoritarias o posesivas, “y llega a haber antecedentes de maltrato físico o sicológico en la familia”.

Sicólogo forense de profesión, Matamoros lleva casi dos décadas dedicado a esta línea de estudio y trabaja como perito supervisor en la misma fiscalía de la PGJDF. Entre las herramientas que le ayudan a identificar al agresor está la entrevista.

“Vemos cómo se encuentra con su vida sexual, cómo la ha desarrollado, qué represión, qué dificultades ha tenido en su infancia, cómo fue transmitida esta información y cómo la manifestó él. Hay quienes aseguran que nunca se han masturbado, lo ven como algo malo. Empezamos a ver que hay fuerte represión, y ahí está, como olla de presión que explota tarde o temprano. Puede ser en forma de abuso o de violación”, detalla el experto.

Además, es común encontrar una sexualidad rígida en el ámbito familiar, patrones de conducta moralistas y tabúes, en un ambiente acompañado de conductas machistas que se transmiten de generación en generación. “Hacerles creer que el hombre es más hombre al tener mayor número de conquistas. Es una sexualidad muy pobre, mucho desconocimiento”, dice Matamoros.

En ese sentido, Rosas Rubí apunta que la educación sexual en México es deficiente. En la fiscalía a su cargo hay una lista larga de alusiones al pene y vagina, pero la gente evita nombrarlos: “Sienten vergüenza, sigue habiendo tabúes. No sabemos cómo funciona el cuerpo. En las escuelas se evade hablar de sexualidad, en la casa peor”.

A lo largo de su prolongada experiencia e investigación, Matamoros ha podido comprobar que la mayoría de los agresores se declara inocente. Pretextan provocaciones. Dicen que las niñas o niños se les acercaban para tocarles alguna parte del cuerpo. “Anulan la culpa, es parte de su conducta antisocial”, dice el experto. Algunos sí asumen su delito, “sobre todo los seriales, los que están identificados por las víctimas y se saben descubiertos. Ellos dicen: ‘Sí, sí lo hice’”.

Aunque no necesariamente quien ataca una vez lo hará de nuevo, hay factores que refuerzan esa conducta. Si el agresor encontró gran satisfacción erótica y si no fue delatado por la víctima, es muy probable que siga, “buscará estrategias de cómo llegar a más niñas o niños, ya sea en la familia o con desconocidos”, explica Matamoros.

Su preferencia es clara: les gustan los menores para no sentirse juzgados, pues son hombres incapaces de establecer relaciones con mujeres adultas, “se sienten en desventaja sicológica y física. No pueden responder sexualmente y temen ser descalificados por su mal desempeño. Se entienden mejor en las relaciones con ellos. Al interactuar con niños piensan que ellos le están indicando que quieren tener relaciones sexuales. Malentienden las conductas. Su pensamiento cognitivo está distorsionado”, precisa el sicólogo.

Pese a estos trastornos, el agresor no es un enfermo mental. Decirle enfermo, aclara Matamoros, es tratar de no culpabilizarlo: “Es una persona común y corriente, muchas veces con adecuado estatus social y familiar. Según su patología, puede enfrentar mayor o menor riesgo, a veces no les importa que haya gente para llevarse a un niño y agredirlo”.

Nadie está a salvo

Niños y niñas de todas edades están expuestos a una agresión sexual. A nivel clínico, el abuso es más frecuente que la violación y se detecta menos porque no deja evidencia física, sino emocional. Se trata de tocamientos, masturbación o exhibicionismo. El agresor se acerca poco a poco.

En cambio, la violación es un evento imprevisto que deja lesiones anatómicas en los niños.

Corina García Piña, coordinadora de la Clínica de Atención Integral al Niño Maltratado, del Instituto Nacional de Pediatría, advierte que el grupo infantil más vulnerable al abuso sexual es el de seis a 10 años de edad, “son fáciles de convencer, resultan manipulables”.

En promedio, esta clínica recibe ochos niños al mes. De ellos, dice la doctora, tres son por abuso sexual. La suma podría parecer baja, pero este hospital es de tercer nivel y las víctimas suelen acudir a unidades de primero y segundo nivel, como los centros de salud.

En las violaciones hay riesgo de embarazo, que aumenta en las niñas menores de 16 años, explica Selene Sam Soto, especialista del Instituto Nacional de Perinatología, quien sabe de casos de víctimas menores de 10 años que se convierten en madres.

Las expertas destacan la importancia de actuar en las primeras 72 horas tras una agresión sexual. Es tiempo de recoger indicios y de dar tratamiento profiláctico para prevenir infecciones. Cuando la víctima ya menstrúa se le suministran anticonceptivos de emergencia.

Los adultos que acompañan a los menores a las salas de urgencia deben explicar lo ocurrido, así evitan que los niños recuerden lo sufrido. Los médicos dan parte al Ministerio Público, pero “cualquier persona que sospeche seriamente debe denunciar”, aclara García Piña.

El peor de los escenarios es cuando una niña queda embarazada. Regina Tamés, directora del Grupo de Información en Reproducción Elegida (Gire), califica este panorama de atroz, pues no hay acceso eficaz a la justicia y la ley no se cumple.

Si en las ciudades no se les informa que tienen derecho al aborto, en regiones apartadas resulta imposible que les den esta opción. Las procuradurías exigen trámites burocráticos y vacilan en autorizar interrupciones de embarazo, dice.

Vulnerabilidad y desprotección van de la mano. Tamés no deja de sorprenderse de la cantidad de trabas que ponen a las víctimas. Para acceder a los servicios de salud el requisito es la denuncia. “Hay servidores públicos que priorizan sus valores morales o religiosos al derecho a la salud; en las procuradurías hay miedo en autorizar interrupciones de embarazo. Falta sensibilizar al Ministerio Público, a los procuradores, falta voluntad política”, opina.

La inacción gubernamental, dice, genera incertidumbre. No se sabe cuántas niñas corren contra el tiempo y la burocracia. En Veracruz hubo un caso en el que el juez estaba de vacaciones, se llamó a otra persona del juzgado, quien se pronunció por la autonomía reproductiva. La víctima tuvo opción al aborto. “Fue un caso afortunado”, expresa Tamés, “el resto del país es una pesadilla”.

Daños permanentes

Como evento traumático, la violencia sexual requiere atención especializada. La falta de tratamiento, coinciden las expertas consultadas, puede convertir a una víctima en victimario, pues repite lo sufrido. También puede provocar adicciones, depresión e incluso suicidio.

Hasta 30% de las consumidoras de alcohol y drogas tienen antecedentes de abuso sexual, dice Sam Soto, especialista del Instituto Nacional de Perinatología. Algunas víctimas desarrollan sicopatologías en la adolescencia o adultez.

Para la sicóloga Laura Martínez, directora de la Asociación para el Desarrollo Integral de Personas Violadas (Adivac), el hecho de que la víctima muchas veces no pueda hablar del abuso la empuja a tomar salidas fatales.

“No hallan explicación de porqué los dañaron, no pueden verbalizarlo o desconocen el vocabulario para describirlo”, dice Martínez. Es frecuente que los adultos duden de la agresión, imaginan que son invenciones, pero “ellos no mienten sobre sus cuerpos. No tienen cómo armar una versión sobre algo que desconocen”, añade Sam Soto.

Además del evento traumático, víctima y acompañantes lidian con el estigma social, el morbo, la humillación, el desgaste emocional y económico. En consultorios u oficinas de gobierno son comunes los malos tratos, falta sensibilidad del MP al atender a las víctimas de violación, agregan las entrevistadas.

“Suelen ser revictimizadas, las obligan a repetir incesantemente cómo sucedió la agresión. Los cuestionan como si hablaran ante delincuentes. No están capacitados para atenderlas. El sistema cree que ya cumplió con abrir agencias especializadas, pero no están funcionando”, dice Laura Martínez.

En los consultorios sucede algo similar. Regina Tamés de Gire señala que las víctimas suelen ser tratadas con poco tacto, como si ellas hubieran buscado el abuso. Los acompañantes también padecen. Se les recrimina la falta de cuidado, se les culpan de lo ocurrido.

Hay doctores que no cuentan con elementos básicos para determinar si hubo o no abuso sexual, reconoce la doctora García. “La obligación del personal médico es brindar confianza a quienes acuden, acompañarlos en el proceso”, dice.

De acuerdo con los expertos, entre los síntomas de abuso infantil están, entre otros, irritabilidad, pesadillas e infecciones urinarias frecuentes.

El Universal / Periodismo de Investigación.

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