Celebremos a la madre a perpetuidad.
Es mayo y, con diferencia de días, todos los países de habla hispana celebramos el Día de las Madres con una liturgia que, de ser perpetua y sincera, la mamá de todos los hombres y las mujeres del mundo estaría en mejor posición que la que le hemos asignado, entre otros, los mexicanos.
Somos diestros en parrandas, ni quien lo dude, y en el Día de la Madre, de acuerdo a posibilidades económicas, los mexicanos y nuestros hermanos latinoamericanos echamos la casa por la ventana en una fiesta que comienza la madrugada anterior con la serenata “al pie de tu ventana” hasta el día siguiente con el banquete y la entrega de obsequios.
Unos más y otros menos, esa fecha se convierte en la confirmación del estatus que le hemos dado a nuestras queridísimas madres en nuestra región hispanoparlante, desde tiempos inmemoriales.
En el “día mayor de la humanidad” –aunque no todos los países lo celebran en mayo- se prodigan sinceros y efusivos besos y abrazos, afecto y cariño a la autora de nuestros días, y en el rincón aquel esperan, para ser abiertos, las cajas de los obsequios.
Pareciera que el tiempo no ha pasado por nuestra idiosincrasia. La madre festejada abre los paquetes y encuentra de regalo, vajillas, licuadoras y planchas tercera generación; puede que hasta se encuentre con una lavadora que casi casi lava sola, y otra estufa. La madre ama de casa en el corazón de los mexicanos.
Sin embargo, para otros paisanos, una minoría por la que sí ha pasado el tiempo, el Día de la Madre es un recordatorio de que madre sólo hay una, que tiene una sola vida y que, además, quiere vivirla.
Y recuerdan las palabras del inmenso novelista francés, Honorato de Balzac: “El corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo fondo siempre encontrarás perdón.” Celebremos pues, a perpetuidad, el Día de las Madres.
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