Algunas de las muy pocas cosas buenas que ha hecho los diputados es legislar sobre este tipo de delitos. Ya emitieron la primera sentencia un Juez. Obvio es, que en este tipo de leyes los diputados si hacen trabajo de investigación y redaccion, no como las 11 Leyes que acaban de autorizar por ordenes de Peña Nieto y un Grupo del ITAM que esta detrás de toda esa legislación. Lo sabias?
Entrando en materia, y en las Historias reales de Mendicidad Forzada, hay que comprender tres datos. El primero: esta es la primera sentencia en México por el delito de trata de personas en la modalidad de mendicidad forzada. Hasta antes del 10 de junio de 2014 nadie había recibido años de prisión por obligar a un niño a rogar por dinero y quitárselo para beneficio propio.
Luego, hay que comprender el segundo dato: las víctimas son una decena de niñas y niños cuyos captores eran familiares —papá, mamá y tías— que los obligaban a pasearse a la vista de policías, comerciantes, estudiantes, comensales, quienes, sabiendo que pedían dinero para un adulto, los ignoraron por años.
Tercer dato: sus edades eran entre siete y 12 años, el mismo número de años que permanecieron esclavizados. Antes de tener edad suficiente para graduarse de educación primaria, las personas que debían cuidarlos les enseñaron a inspirar lástima en los adultos para que les regalaran una moneda.
Con esos tres datos, la historia puede continuar.
Vínculos afectivos rotos
Alguien, por fin, los notó el año pasado. Fue un hombre que cenaba regularmente en el restaurante “Caldos de gallina y comida oaxaqueña Don Cruz”, en Texcoco, Estado de México, y que se cansó de preguntarse qué sería de esos niños que entraban de noche al comedor por unos minutos a pedir dinero u ofrecer chicles por dos pesos y luego irse con lo obtenido.
Durante varias noches vio que había algo extraño en ese grupo de pequeños que lucían cansados, sucios y hambrientos, como adultos que aún no terminan una larga jornada de trabajo. Aparecían cerca de la medianoche en la avenida Colón, como si alguien los transportara hasta allá, y al final de su recorrido por los comercios de la zona volvían a una esquina, donde varios adultos los recogían junto con las ganancias.
El hombre que tenía curiosidad hizo una llamada anónima. Pidió que se investigara a los niños y ofreció los datos que pudo a la policía mexiquense, que durante septiembre del año pasado envió a agentes vestidos de civil a cenar en el restaurante para ubicar a los niños y seguirlos con la hipótesis de que se trataba de menores que podrían estar en la base de datos de desaparecidos del Estado de México.
Fueron varias noches de observación hasta que el operativo obtuvo visto bueno y una fecha: a las 22:40 horas del 29 de septiembre de 2013, sin un solo disparo, los agentes detuvieron a Francisco Acosta Rosales, Minerva Acosta Rosales, Maricela Acosta Rosales e Hilda Cano Acosta, los captores de los niños.
Los policías supieron luego, según la Fiscalía Especializada de Trata de Personas, que las víctimas no eran extraviados, sino hijos, hijas y sobrinos de los victimarios, quienes les exigían una cuota mínima de 100 pesos diarios. Todo se lo quedaban los adultos, y si no obtenían ese pago los niños eran castigados con huevos cocidos hirvientes en la boca, que les llenaban los labios y encías de ampollas que les impedían comer.
Según un cálculo basado en las declaraciones de los niños, los captores, sin trabajar, recolectaron en un año, a través de esos 10 niños, una cantidad cercana al medio millón de pesos.
“Sistema familiar complejo y disfuncional, sin establecimiento de roles ni límites. Vínculos afectivos distantes con comunicación indirecta y agresiva”, se lee en la averiguación previa sobre la manera en que los menores eran tratados antes de su rescate.
Los policías supieron más cosas: que algunos niños habían sido entrenados para rogar por dinero desde que empezaron a hablar; que estaban inscritos en varias escuelas de la entidad, pero no asistían a ninguna; que estaban desnutridos, en malas condiciones sanitarias y con señas de abuso físico y mental; que una de las menores había sido abusada sexualmente.
Y conocieron algo que les sorprendió: los abogados de la fundación que se encargó del tema —que han pedido el anonimato por seguridad— no tenían esperanza en que el caso pudiera prosperar. Pensaban que el juez, al ver que todos eran familiares, no impondría ninguna sanción, argumentando que eran niños que ayudaban a sostener económicamente su hogar.
Pero nueve meses después, la llamada anónima se transformó en la primera sentencia nacional por mendicidad forzada, desde que se creó la ley general contra la trata de personas en 2012. El juez encontró elementos suficientes para considerar que eran menores explotados y no ayudantes de casa.
Los cuatro captores recibieron, cada uno, una histórica sentencia de cuatro años y siete meses de prisión por convertir a varios niños en limosneros.
Las técnicas de los ‘patrones’
Para los que estamos en la calle, aquella señora que vende flores a los comensales de las mesas sobre las banquetas es una comerciante más; para Daniel, es su madre y su captora, quien le vigila cada movimiento.
Por eso, cuando platica lo que ha aprendido con su familia de victimarios debe gesticular como si estuviera vendiendo esa pulsera de tela a colores que le ha tomado dos días tejer.
“Pues no te lavan la ropa ni te dejan que te bañes, porque es mejor para ellos. Duermes poquito, te levantas, y así como vas pues te mandan a pedir. Yo he pedido en… uyyy… en todos lados de acá, pero me gusta más pedir en restaurantes o en bares, porque ahí sí sale.
“Cada ‘patrón’ es distinto. Mi mamá me manda a veces con mis primos chiquitos y digo que son mis hermanitos, pero no. Y luego mis tíos o mi abuela me mandan a pedir para una enfermedad que ya ni me acuerdo. Así le hacen. Luego, que según necesitas completar para los cuadernos de la escuela, ¡y yo ni voy!”.
Daniel es delgado, moreno y sólo por su tono de voz se adivinaría que tiene 14 años; ha sido obligado a mendigar en Distrito Federal, Estado de México y en Querétaro, donde lo conocí. La tarde que platicamos usa —raro en él— ropa limpia, pero que despide un olor fétido.
“Es que al rato voy a pedir a un cine y allá no te dejan pasar si no vas bien vestido”, cuenta como si fuera una obviedad. “Si voy allá, entrego unos 200 (pesos)… yo no me quedo nada. Una vez guardé para un taco y me agarraron a madrazos con unos palos de madera”.
La lista de “técnicas” que usan las bandas que él conoce son una antología de abuso: bañarlos con agua helada y una vez que enferman “vender” a los propios niños una pastilla de paracetamol hasta que entreguen su cuota diaria o se aguantan la fiebre, darles de comer sólo una vez al día para que su delgadez provoque compasión, promover una adicción a solventes para que dependan de su captor; incluso, alentarlos a robar, vender droga o prostituirse.
“¿Te puedo invitar algo de comer?”, le pregunto, y Daniel, quien hasta ahora había fingido bien venderme una pulsera, pone cara de espanto. “No, si me ven comiendo me van a madrear”, dice, y hace un gesto con la mano para que apuremos la venta de la pulsera. “Gracias, ya nomás me faltan 40 pesos”.
Daniel corre al otro lado de la banqueta. Casi tropieza porque sus zapatos le quedan grandes. Llega dando zancadas hasta donde está su mamá-captora, quien algo le dice y ambos suben rápidamente a una combi que se pierde en la calle.
Antes de desaparecer, Daniel ondea la mano para despedirse. Lleva un billete que hoy es su salvación, pero que también es su grillete.
El Universal
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