Vivir simple y dejarse abrumar por los paisajes, los colores, el calor del sol, el aroma de las flores, la musicalidad maorí y el sabor de la fruta fresca. Otro mundo en este mundo.
1. Tahití. La isla principal de este archipiélago compuesto por 118 islas recibe con música de ukelele y tambores, los primeros ia orana, maeva (hola, bienvenidos), el obligatorio pasaporte collar de tiares -la flor nacional; blanca, delicada, similar al jazmín- y la cadencia de la música. Su capital, Papeete, es una ciudad ajetreada, y en sus mercados los stands ofrecen de todo: pareos de todos los colores, cremas de coco, de vainilla, tés de mango, sombreros, tiki -estatuillas de dioses-, tapa -dibujos tradicionales sobre corteza de árbol-, frutas, perfumes y monoi, aceites de coco y tiare.
2. Taha’a. De Papeete, un vuelo de 40 minutos de Air Tahiti lleva al aeropuerto de Raiatea, y a pocos metros de la pista, una lancha a la isla de Taha’a. Indescriptibles cabañas de lujo de madera y caña, con techo de hojas de pandanus y piso vidriado para ver el mar. Taha’a es conocida como la «isla vainilla», por la cantidad de plantaciones que aloja de este género de orquídeas que en 1848 fue traído desde México, y aquí se adaptó y conformó una especie distintiva, la Vanilla tahitensis, famosa por su calidad aromática. Aquí viven hoy unas 5.000 personas, y más de 150 familias viven de ella: la isla produce más del 80% de la vainilla de la Polinesia. Por eso al caminar por las costas de Taha’a o navegar en la laguna turquesa que la rodea, es inevitable ser envuelto por su suave y dulce aroma, en tanto desembarcar permite visitar establecimientos productivos.
3. Bora Bora. La isla más famosa, por su laguna de un turquesa tan intenso que casi lastima los ojos y el fondo siempre del monte Otemanu, una bellísima mole de piedra de más de 700 metros, de vegetación ultra verde. Pero también por las memorias de la Segunda Guerra Mundial -con los en sus famosos siete cañones instalados por Estados Unidos en la década del 40-, y por los tatuajes, una tradición milenaria entre los maoríes. Antes los tatoos hablaban de las personas, contaban su historia, hoy son sólo decorativos, y no pocos turistas regresan de la Polinesia con este recuerdo imborrable.
4. Snorkel entre tiburones y rayas. Es uno de los «must». Para los polinésicos, los tiburones son sagrados, ya que se encargan de llevar al cielo el alma de los muertos. Nadar entre tiburones grises, limón o de punta negra, que pueden medir unos pocos centímetros o más de tres metros, es indescriptible. Este archipiélago es probablemente el mejor lugar del mundo para vivir esta experiencia. Snorkel mediante, el espectáculo también lo dan las rayas grises, que parecen volar cámara lenta al rozar las piernas y subirse «a upa» de guías y turistas en busca de alimentos.
5. Sabores. Ni hace falta presionar sobre el cuchillo para que la carne del mahi mahi, el pez más típico de la zona, se deshilache en finas hebras de sabor suave, casi perfecto al encuentro con el paladar. Sobre todo en Bloody Mary’s, el restaurante más famoso de Vaitape, principal pueblo de Bora Bora. Otro plato tradicional es el poisson cru (atún fresco marinado en leche de coco), además de otros peces típicos como el papagayo, el espectacular atún rojo, el bonito y el pez espada.
6. Rangiroa. Está a una hora de vuelo de Bora Bora, en el archipiélago de las Tuamotu. No es una isla sino un atolón, esos famosos anillos de coral con una laguna interior que se comunica con el mar abierto. El fin de todo: calma, pocos hoteles, pocos turistas, todo mar. Y una laguna azul (más azul que todo el azul que la rodea) que es un placer innombrable. Más cuando a sus orillas se saborea una parrillada, y la parrilla termina en el agua donde es limpiada por decenas de pececitos de todos los colores.
Como para despedirse con la frase del artista Paul Gauguin en su libro Noa Noa, la isla feliz, describiendo sus días de autoexilio en estas islas: «En la tierra deliciosa, ahora, verdaderamente venero las menudas peripecias cotidianas y su profunda significación. Gozo con simplicidad de la luz mientras ésta brilla; yo, ahora, sé vivir».
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