Han pasado 830 años desde la muerte de Balduino IV, el rey jerosolimitano que gobernó con sabiduría y capacidad a pesar de la lepra que lo devoraba. El soberano escondía los efectos terribles que el padecimiento había causado en su rostro tras una máscara de plata, no tanto por afán de opacidad cuanto por decoro y consideración a los demás.
En épocas más recientes hay que acordarse de la poliomielitis de Roosevelt, la depresión crónica de Churchill y el cáncer de próstata de Mitterrand como ejemplos de padecimientos graves que no impidieron el desempeño de estadistas con proyección mundial, los cuales, aun enfermos, tomaron decisiones cruciales (y eficaces) para los países que presidían.
Pero la etiqueta social contemporánea quiere que la salud de los gobernantes sea un asunto de interés público por cuanto, se dice, su condición física puede introducir factores indeseables en el ejercicio del mando, inducir medidas que afecten el curso del acontecer político, económico o diplomático o mermar la capacidad del funcionario para actuar en forma exitosa.
Tal ha sido el principal elemento de criterio con el que la opinión pública nacional ha abordado temas como los rumores sobre el consumo de Prozac por Vicente Fox y el alcoholismo de Felipe Calderón, o las dos cirugías (el año antepasado y hace unos días) a las que se ha sometido Peña Nieto, una para sacarle no sé qué cosa del cuello y otra para retirarle la vesícula biliar.
Estos gobernantes y sus empleados inmediatos han reaccionado con una molestia injustificada a los intentos por inquirir sobre esos asuntos. Fox suspendió una entrevista con Jorge Ramos en cuanto éste le preguntó por su ingesta de antidepresivos; Calderón hizo un berrinche que provocó el primer despido de Carmen Aristegui de MVS –luego de que la periodista planteara al aire las pregunta de si el michoacano tenía problemas con la bebida y de si la sociedad no merecía una explicación puntual al respecto– y en 2013 los voceros de Peña afirmaron con ánimo desafiante y hasta agresivo que su jefe tenía una salud de Charles Atlas y que corría maratones. Tales reacciones han sido las equivalencias locales de la máscara de plata de Balduino IV.
Posiblemente estos asuntos hayan sido sobredramatizados tanto por quienes legítimamente exigen transparencia en la salud de los gobernantes como por éstos. Hay que considerar que de 1988 a la fecha los ocupantes de Los Pinos han sido colocados allí no para que tomen decisiones, sino para que ejecuten determinaciones ya adoptadas por conglomerados empresariales y mediáticos nacionales y por los círculos del poder político y financiero de Estados Unidos. Y, sanos o enfermos, alcoholizados o sobrios, deprimidos o no, los presidentes mexicanos del ciclo neoliberal han cumplido a cabalidad con sus respectivos encargos:
Salinas inició la destrucción del tejido social y unció al país al TLC;
Zedillo se encargó de brindar protección a los grandes capitales y desviar el golpe de la crisis económica hacia la mayoría de la población;
Fox fue el restaurador de la fachada democrática del régimen oligárquico y prosiguió la privatización a gran escala;
Calderón aplicó en México la destrucción nacional como el modelo de negocios previamente ensayado por Bush en Afganistán e Irak, y
Peña Nieto ha sido el encargado de demoler lo que quedaba de propiedad pública, derechos laborales y soberanía. (Finísimas personas, Mexicanos al Grito del Poder y la Oligarquía).
Hoy proliferan los cuestionamientos al último de la lista por su episodio clínico biliar. Tal vez, en aras de recomponer la salud pública, sería recomendable poner menos atención a la de Peña, recuperar las exigencias de esclarecimiento de temas mucho más graves y poner la demanda de transparencia sobre las numerosas opacidades acumuladas desde su llegada al cargo, empezando, por ejemplo, por la turbiedad de los votos comprados en 2012 con tarjetas de Monex y de Soriana. O las menudencias de esa impúdica distribución de 10 millones de aparatos de televisión en los meses previos a las elecciones del 7 de junio.
Y así, muchas otras cosas. Como los dineros otorgados a legisladores con etiqueta de oposición para que participaran, así fuera en calidad de comparsas, en la imposición de las reformas estructurales. O el sórdido papel de Alfredo Castillo como comisionado en Michoacán. O las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por elementos del Ejército en Tlatlaya. O los asesinatos cometidos por la Policía Federal en Apatzingán y las torturas a que fueron sometidos los hombres de Tanhuato, oficialmente caídos en combate.
También es exigible, desde luego, que la Presidencia deje de construir muros de olvido y distracción y emprender grandes simulaciones institucionales alrededor de las propiedades inmobiliarias multimillonarias del propio Peña, su esposa y su secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y asuma ante la nación lo que todo mundo sabe: que esos inmuebles fueron entregados en condiciones ventajosas por un contratista del gobierno a funcionarios capaces de influir en el otorgamiento de más contratos fáciles y concesiones jugosas.
Más que la vesícula presidencial importa saber el contenido de los acuerdos comerciales que el gobierno ha estado negociando a espaldas de la población, como el Transpacífico y el de Comercio de Servicios, ambos devastadores para la soberanía, la economía y los derechos de la población.
Y, sobre todo, el peñato debe explicar en forma fehaciente y sin invenciones truculentas qué pasó el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, por qué la agresión en contra de estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, la razón de los encubrimientos y omisiones ensayados en los nueve meses transcurridos desde esa atrocidad y el paradero de los 43 normalistas desaparecidos. La vesícula, qué.
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