Ciudad de México
Elogiado por Susan Sontag, William Styron y Phillip Lopate, Leonard Michaels(1933–2003) es autor de seis volúmenes de cuentos y ensayos, así como de dos novelas: Club de hombres y Sylvia.
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Seis días a la semana se levantaba temprano, se vestía, desayunaba a solas, se ponía el sombrero y caminaba rumbo a su barbería ubicada en el 207 de la calle Henry, en el Lower East Side de Manhattan, a menos de un kilómetro de nuestro apartamento. Volvía por las noches. La familia se reunía para cenar los sábados y en las fiestas judías. Él, por lo general, comía solo. No lo recuerdo ausentándose de su trabajo y quedándose en casa por enfermedad o mal tiempo. Tomó pocas vacaciones. Una vez estuvimos una semana en Miami e intentó pasársela bien, vadeando intrépidamente en el océano, entrando poco a poco en aquella inmensidad cálida, azul e impredecible. Fue entonces cuando se tropezó. Salió molido a palos de un agua que le llegaba a la altura del pupik[1] y se arrastró de vuelta a la playa con sus piernas flacas y blancas. “Casi me ahogo”, dijo resollando. Nunca volvió a meterse al agua. Prefería su barbería al mundo natural; se jubiló después de 35 años, cuando las manos le temblaban demasiado como para usar tijeras y navajas, y la angina de pecho le hacía imposible estar de pie varias horas seguidas. Entonces emprendió caminatas por el vecindario, llevando una botellita de whisky en el bolsillo de su camisa. Cuando el dolor lo asaltaba en plena calle, se detenía para darle un trago a su whisky. Me tocó estar a su lado unas cuantas veces y detenerme igual que él, esperando que el dolor terminara, mudos y asustados los dos.
Era vicepresidente de su sinagoga, hacía labor de archivo y se ocupaba del mantenimiento del edificio. Hablaba yiddish, polaco, quizás algo de ruso y el hebreo necesario para las oraciones. Me hablaba en yiddish hasta que, como a los seis años, empecé a hablarle principalmente en inglés. Cuando él cambiaba del primero al segundo, apenas me daba cuenta. Podía tocar el violín y la mandolina. De joven, en Polonia, había estado en una banda. Cuando viejos amigos suyos visitaban nuestro apartamento, bebía aguardiente con ellos. Fumaba puros y pipas. Leía el periódico yiddish Forward[2] y el Daily News. Votaba por los demócratas pero no le tenía fe a los gobernantes, a los sistemas políticos o a “el pueblo”. Además de la familia, el trabajo y la sinagoga, su pasión eran los amigos. Cada vez que me portaba mal, mi madre me hacía recordar a sus amigos. Me decía: “Nadie te va a querer”. Todo mundo quería a Leon Michaels.
Apenas superaba el metro y medio de estatura. Mi madre difícilmente alcanza el metro y medio. Puesto que mido uno setenta y cinco, piensa que soy un gigante. Mi padre provenía de Drohiczyn (Dro–hi–chin), un pueblo a las orillas del río Bug, cerca de la frontera con Rusia. Cuando visité Polonia en 1979, les pregunté a mis anfitriones sobre Drohiczyn. Me dijeron: “Verás edificios nuevos y tropas rusas. No hay razón para ir ahí”. Y no fui. Hubiera sido una experiencia sentimental, vacía en esencia. Mi padre nunca hablaba del pueblo, rara vez contaba algo de su pasado. Tampoco tuvimos jamás charlas profundas de tipo padre e hijo. Pero cuando tenía quince años me enamoré y me dijo algo memorable.
La chica tenía muchas cualidades: alta, rubia, talentosa, música, pero, principalmente, la de no ser judía. Mi padre supo de ella cuando nos vieron en un partido de basquetbol en el Madison Square Garden, junto con otras 800 personas. Había sido un tonto al suponer que podía ir al Garden con una rubia y no ser detectado. Mi padre tenía muchos amigos. Podías ver en la barbería “a los muchachos”, garbosamente salidos de un escaparate o judíos pobres del vecindario que solo iban a sentarse, a descansar en su trayecto de una miseria a otra. Siempre había una multitud en la barbería: taxistas, apostadores, meseros, vendedores. Uno de ellos me reconoció y le llamó a mi padre. Al volver esa noche, me esperaba despierto con la novedad. Dijo que lo hablaríamos por la mañana.
Me desperté angustiado. No iba a negar a la chica que amaba. Había estado viéndola en secreto durante meses. Sus padres conocían el secreto. Estaba tan avergonzado de la situación que iba por ella, tocaba el timbre y la esperaba en la calle. Me insistía que subiera y conociera a sus padres. Después de un tiempo, lo hice. Ellos entendieron. El novio anterior era hijo de un rabino.
Por la mañana me dijo mi padre: “Vamos a dar una vuelta”. Dimos una a la cuadra y luego otra, en silencio. Tomó mucho tiempo, pero el silencio era tan espeso que pareció un solo minuto, infinitamente pesado e inmóvil. De pronto, como si hubiera ensayado un discurso para luego olvidarlo, susurró. “Voy a bailar en tu boda”.
Así fue como padre e hijo pasamos juntos un minuto y me dijo algo memorable. Conciso, de gran peso. Si tuvo ingenio, lo tuvo a la manera de El Bosco al pintar un cuadro de demoníaca alegría. Mi boda tuvo lugar ya entrada la noche. Mi padre era una figura pequeña entre judíos que bailaban, frenéticos de gozo.
Para un quinceañero enamorado, esta sentencia fue un juicio, un castigo y una puesta en libertad después de una brutal sanción. Nunca me ordenó dejar de verla. Yo podía hacer lo que me diera la gana. Luego resultó que ella conoció a alguien más y terminó conmigo. Estaba muy dolido. También aliviado. Mi padre bailó en mi boda doce años más tarde, cuando me casé con Sylvia. Pelo negro. Piel morena. Judía. Sus padres habían fallecido, así que celebramos la ceremonia en nuestro apartamento. Sus tías y tíos se sentaron a lo largo de una pared, mientras que mis tíos lo hicieron a lo largo de otra. La sala era pequeña. La conversación, forzada por la proximidad, era animada y nerviosa. Demorado por el tráfico, el rabino llegó tarde y la ceremonia fue precipitada. Todo mundo parecía dar instrucciones a gritos. ¿Fue ella la que dio vueltas alrededor de mí o fui yo?[3] Mi padre estaba encantado. Cuando Sylvia y yo peleábamos, cosa que pasaba todos los días, ella a veces amenazaba con decirle a mi padre la verdad sobre mí. “Eso lo mataría”, me dijo.
En alguna ocasión traté de hablar con mi padre de nuestro problema. No me escuchó. “Es huérfana. No puedes abandonarla”.
No recuerdo que me haya golpeado nunca, pero sí recuerdo haber sido malévolo. Mi hermano, tres años menor que yo, practicaba escalas en el violín de mi padre. Al terminar, llevó el violín de un lado a otro del cuarto. Puse el pie. Él tropezó y cayó. Escuchamos al violín caer al suelo y resquebrajarse. Quise enmendar el daño de inmediato, que mi hermano no hubiera tropezado. Pero a lo hecho, pecho. Creo que sonreí. Mi padre tomó el violín y dijo: “Lo tuve por más de veinte años”.
Tal vez hice tropezar a mi hermano porque soy sordo como una tapia. Nunca pude aprender a tocar un instrumento. No tengo remedio. Ojalá mi padre se hubiera enfurecido conmigo y me hubiera cortado la cabeza para que así yo pudiese olvidar el incidente. Jamás me sentí falto de amor y, sin embargo, pienso: cuando Abraham levantó el cuchillo hacia Isaac, el niño se estaba divirtiendo.
En fotos, así estén mal iluminadas o enfocadas, mi padre se parece a él. Yo nunca me parezco a mí. Yo no soy éste, pienso. Como un bebé, mi padre es inevitablemente él mismo.
Mi padre nunca tuvo coche ni voló en aeroplano. Nunca imaginó alternativas para ser él mismo. Tenía su familia, sus amigos, su vecindario, su sinagoga y la frenética diversidad del tráfico humano en la barbería y en las calles. Miro a través de la ventana la bahía de San Francisco y pienso en cómo mi padre solo pudo ver las calles Monroe, Madison y Clinton. Por 35 años, se fue caminando a su trabajo.
Me hallaba en Londres, luego de haber pasado tres meses en París, cuando murió. Habían cancelado mi vuelo a Nueva York. Estaba varado, en espera de otro vuelo. Nadie en Nueva York supo dónde me encontraba. No habían podido avisarme por teléfono. Llegué un día después del funeral. Mi hermano me esperaba en la puerta del apartamento y me dio la noticia. Fui solo al cuarto de mis padres y me senté en la cama. No quería que me vieran llorar.
Un gran número de personas visitaron el apartamento para darnos el pésame y recordarlo. Llegó un rabino, un hombre diminuto y frágil vestido de negro, con una barba blanca que era el doble de larga que su rostro. Parecía el cuello de su camisa. Le pidió a mi madre que le diera unas prendas de mi padre, en particular cosas que usara ajustadas porque era un buen hombre, poco común. Mientras el rabino se alejaba con un bulto de ropa en sus brazos, alcanzó a verme sentado en la mesa de la cocina. Me dijo en yiddish: “Siéntate más abajo”.[4]
No supe a dónde quería llegar. ¿Deseaba verme en cuclillas? Estaba de algún modo vulnerable a la crítica.
Mi madre intercedió. “Le duele”, dijo. “Le duele mucho”.
“No pregunté si le duele o no. Dígale que se siente más abajo”.
Me levanté y dejé la cocina en busca de un lugar más bajo donde sentarme. Estaba muy molesto pero no lo suficiente como para empezar a gritarle a un enano fanático. Además, él tenía la razón.
Un viernes por la noche caminaba rumbo al metro en la calle Madison. Iba dando grandes zancadas con el abrigo abierto. Llevaba una camisa blanca y una elegante corbata roja. Me había peinado a la moda, un glorioso copete hecho y sellado con vaselina. Tenía 19 espectaculares años. La noche estaba fría, pero yo caliente. Había un fuerte viento. Mi cabello era más fuerte. Brillaba como una roca negra y pulida. Al penetrar la oscuridad debajo del puente de Manhattan, justo donde atraviesa la calle Madison y hace una bóveda alta, sombría y misteriosa, me encontré a mi padre. Él regresaba de la barbería, siguiendo su ruta acostumbrada. Llevaba su abrigo abotonado hasta la barbilla y su sombrero calado para proteger los ojos. Se detuvo. Cuando me le acercaba, lo vi estudiándome, estudiando su creación. Nos detuvimos un instante bajo el puente, el uno frente al otro en medio de la oscuridad y del viento. Un gigante americano de 1.75. Un pequeño judío polaco. Me dijo: “Abotónate el abrigo. No todos tienen que ver tu corbata”.
Me abotoné el abrigo.
“¿Por qué no usas sombrero?”
“Estoy bien”, susurré.
“Necesitas un corte de pelo. Pareces vagabundo”.
“Mañana iré a la barbería”.
Él asintió como diciendo “Buenas noches” y “¿Qué caso tiene?” Iba camino a casa para cenar, para dormir. Había trabajado todo el día. Yo me dirigía a una aventura sexual. Luego me preguntó: “¿Necesitas dinero?”
“No”.
“Ten”, me dijo mientras sacaba unas monedas del bolsillo de su abrigo. “Para el metro. Ten”.
Él me dio.
Yo lo tomé.
[1] En yiddish en el original, cuyo significado es “ombligo” [N. del t.].
[2]The Jewish Daily Forward es un periódico neoyorquino fundado en 1897 por Abraham Cahan con el propósito de mantener vivo el yiddish o judeoalemán, idioma que hablaba y leía buena puerta de los inmigrantes provenientes Europa Central y del Este [N. del t.].
[3] En una boda judía, antes de la entrega del anillo, la novia debe dar tres o siete vueltas, según sea la costumbre, alrededor del novio como símbolo de protección y definición de su vida marital [N. del t.].
[4] De acuerdo con el rito de la shivá o velorio judío, los deudos no deben sentarse en sillas de altura normal, sino en banquillos bajos o, de preferencia, en el suelo [N. del t.].
Fuente: elmilenio.com
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