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Historia de éxito: Deportados re iniciando su vida en Tijuana. Haciendo Pan y Tamales.

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Sucede que a los mexicanos es muy fácil echarlos de Estados Unidos.

Basta una llamada telefónica al número 866-347-2423. Proporcionas el nombre completo, ubicación de su empleo y cualquier tatuaje o seña con la que se pueda identificar. Una operadora con voz que denota flojera contestará y dará las gracias por llamar a la oficina de Investigaciones de Inmigración y Control de Aduanas.

Oprimes la opción uno y en un par de horas un hombre como Jesús Gaytán —que había vivido 27 años en Estados Unidos— será deportado a México.

Jesús es un hombre taciturno que se ha pasado la vida haciendo pan. Dice que a los cuatro años de edad, en Nezahualcóyotl, Estado de México, aprendió el oficio de su padre y de sus nueve hermanos.

Jugaba entre costales de harina. Por eso cuando llegó a Los Ángeles, por allá de 1986, “lueguito” lo emplearon en La Sonora Bakery.

Después de trabajar de panadería en panadería durante más de dos décadas, él y su esposa decidieron invertir sus 50 mil dólares de ahorros. Se mudaron a Washington e inauguraron Susys bakery, una panadería de con más clientes, eran las tradicionales conchas estilo México, uno de los productos consentidos.

“El problema fue que había otra panadería cercana y toda la clientela se vino con nosotros”, recuerda Susy, su esposa. Aún están confundidos, no entienden por qué, pero el 18 de diciembre de 2011 unos hombres abrieron abruptamente la puerta de la panadería.

“Preguntaron directamente quién es Jesús Gaytán. Les contesté que yo era”. El panadero reconoció a Inmigración y Aduanas y sabía que sería deportado. “Estamos seguros, me denunció el otro panadero, tenía mucha envidia por que vendíamos más que él”, dice Jesús.

Pan estilo ciudad Neza

Un día después de Año Nuevo lo deportaron a Tijuana. Tras vivir 27 años en Estados Unidos lo primero que piensas es “voy a regresar”, platica. “Me deprimía, lloraba, me agarró una ansiedad terrible”.

Pero Susy y Jesús ya habían llegado a un acuerdo: “Si te agarran ya no regresas”. Susy, una mujer aguerrida y de voz gruesa, recuerda que la primera vez que Jesús cruzó casi muere ahogado en el río. Ya no tomarían ese riesgo, ya tiene 46 años. Así que el 29 de diciembre su esposa cerró las puertas de la panadería, que semanalmente dejaba ganancias de hasta mil dólares.

Retacó su pequeño Dodge con todo lo necesario, y manejo 10 mil millas hasta Tijuana con un horno, la batidora, charolas, moldes, espátulas, rodillo, cortadora. “Le dije, la única manera en que no estés deprimido es haciendo pan, así que trabaja, hay que empezar de nuevo”. Al día siguiente Jesús empezó a hacer pan y a vender casa por casa.

Ahora Jesús tiene su propia panadería. Se instaló en la zona este de la ciudad. Todavía es pequeña, de madera, se llama Susys Bakery, como la que algún día existió. Justo ahora saca del horno una charola de conchas, y otra de torcidito con chocolate. El pan ya se ha horneado, pero el olor de la vainilla permanece concentrado en el aire.

“El gusto de hacer pan me sacó de la depresión; eso es lo que me gusta, haciendo pan soy feliz, lo traigo en la sangre. Ya no podía sufrir y lamentarme, porque cuando uno llega a una edad se cansa de sufrir y de llorar y hay que tratar de sobresalir, de satisfacer el alma”, confiesa Jesús Gaytán.

Ya no tiene ganas de regresar a territorio estadounidense, ha encontrado en Tijuana un lugar dónde rehacer su vida. Incluso, ya compró un terreno donde construye una casa que también será panadería.

Las ganancias no son como lo que eran en el país vecino. Jesús trabaja solo y elabora diariamente 500 piezas de pan, que apenas le dejan una ganancia de entre mil 500 y dos mil pesos a la semana. Pero en cuatro meses, su esposa Susy, que aún vive en Washington, vendrá a vivir a Tijuana con él.

Recuerda que el primer lugar donde lo acogieron después de la deportación, fue la Casa del Migrante, por eso cuando hay tiempo lleva pan. Incluso, tres de sus repartidores fueron deportados, a quienes les pagaba dos pesos por pieza vendida.

Tamales oaxaqueños

Para Esther, una oaxaqueña chaparrita de piel curtida, fue más fácil adaptarse a la prisión que a Tijuana. Crudamente dice que en la cárcel no te hace falta nada, pero cuando regresas a México te hace falta todo.

A ella la detuvieron en Los Ángeles sobre la calle Pacific Boulevard, un sábado a las seis de la tarde cuando manejaba su automóvil. Había salido de trabajar de la fábrica de ropa Richard Me, al este de la ciudad, que abastecía a las grandes cadenas como Mayc´s y Kmart.

Fue trasladada a prisión como parte de su proceso de deportación. Durante seis meses su mundo se achicó al tamaño de una celda en Dublin California. Afuera su hija Elisa de 16 años, ciudadana americana, la lloraba.

“Me deportaron por Tijuana en 2010. Pero era una obsesión la que tenía para volver con mi hija, intenté cruzar por la playa, pero caí en un río que era como un pantano. Casi muero ahogada y los de la migra sólo me veían como si fuera un animalito”, recuerda.

Ese día Esther se dio cuenta que no podía seguir arriesgando su vida. “Hasta aquí, yo ya no tengo la condición física para cruzar así a Estados Unidos”. Habló con su pequeña Elisa y le explicó que de intentarlo otra vez sólo habría dos caminos: “La cárcel o morir”.

Esther decidió quedarse a vivir en Tijuana. Dice que no regresó a Oaxaca porque estaría muy lejos de su hija, que vive en Los Ángeles.

“Fue mucha suerte”, admite cuatro años más tarde. Conoció a un señor que le facilitó la renta de un local, en el centro de la ciudad.

“Y empecé a hacer tamales, veía recetas, con voluntad puedes lograr las cosas. Al principio me quería ir, me daba nostalgia estar aquí triste, pero la última vez que vi la muerte me di cuenta que quiero tener a mi hija aunque sea una vez por mes”, cuenta.

Con los años aprendió a ser feliz. Le llena la vida moler los elotitos para sus populares tamales. Su local, ubicado en una de las principales arterias de la ciudad, es amplio. En las paredes hay pinturas que recuerdan el sur de México.

Esther vivió 20 años en Estados Unidos. Dice que aún sueña con el centro de Los Ángeles, con esas calles repletas de carros, donde incluso se te descontrola el volante por tratar de manejar y mirar en el cielo los rascacielos.

Los tamales de la oaxaqueña son un éxito: diariamente cocina 12 docenas de tamales. El azúcar, la mantequilla, se derrite en tu boca. “Los mejores tamales de Tijuana”, interrumpe un joven que desayuna en el local de Esther. Sin embargo, la diferencia en ganancias es grande. En un fábrica en Los Ángeles ganaba 400 dólares a la semana. Una buena semana en la tamalería llega a los dos mil pesos.

“Viví tanto dolor, la cárcel la aguanté. Incluso, al principio caí en el alcoholismo, pero dije no; veía mujeres deportadas que se prostituían, se drogaban, entonces yo me dije: ‘Yo voy a trabajar a salir adelante, tener lo que siempre había anhelado’”, declara.

‘Boom’ demográfico por migrantes

Tijuana, Baja California, en el noroeste de México, ha crecido más que cualquier otra ciudad: ha incrementado 138 veces su población desde 1930 al 2010. Incluso ha crecido más que México, que subió sus habitantes 6.75 veces.

Unas 11 mil 300 personas vivían en la ciudad hace más de 60 años, mientras que según estimaciones del Consejo Nacional de Población (Conapo), para 2014 Tijuana podría tener un millón 696 mil 430 habitantes; convirtiéndose en la tercer ciudad más poblada de México.

Para el investigador del Colegio de la Frontera Norte, Rodolfo Cruz, su condición de ciudad fronteriza ha sido determinante: “En los últimos años, durante los 80 y 90, creció a un ritmo fuerte, del 90 al 2000 creció a un 4.5 una de las tasas mas elevadas”.

Los flujos migratorios impulsaron en la década pasada el crecimiento de la ciudad, pero la crisis económica y la falta de empleo frenaron el crecimiento en los últimos años. Sin embargo, un nuevo fenómeno se avecinaría.

De 2007 a la fecha nunca antes se había deportado tanta gente de EU a México. “Empezaron a deportar a personas que tenían años viviendo en ese país, que ya tenían una vida y una familia hecha”.

Al momento de ser deportados, lo hacen por Tijuana pensando que regresarán a sus lugares de origen, pero eso no sucede, explica, porque ya no tienen redes ni relaciones con su lugar de procedencia.

Si sus hijos y esposas se quedaron del otro lado, entonces esos deportados se quedan en la ciudad fronteriza para que los visiten sus familiares, porque siguen estando cerca, como Esther y Jesús.

“Muchos, miles de esos deportados no se están regresando al interior de México”, declara el investigador.

Investigaciones El Universal

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