El 30 de septiembre de 2011, Barack Obama se despertó con la noticia de que su orden de matar a Anwar Awlaki, un ciudadano estadunidense que vivía en Yemen, en un ataque con aviones sin piloto, había sido obedecida con éxito. De acuerdo a Double Down, el libro de Mark Halperin y John Heilemann, esa tarde el presidente de EU habló con sus colaboradores más cercanos en el salón Roosevelt de la Casa Blanca sobre asuntos en los que pensaba que debía apegarse más a sus raíces progresistas. Tres años después, sigue luchando con la mayoría de ellos.
El cambio del clima: la semana pasada su administración confirmó que no daría nada para ayudar a los países pobres a hacer la transición de los combustibles fósiles y proteger a sus ciudadanos de las catástrofes relacionadas con el cambio climático.
Reforma inmigratoria: hace dos semanas se desdijo de su promesa de solucionarlo a través de la autoridad ejecutiva a fines del verano, posponiendo sus esfuerzos hasta fin de año.
Pobreza: la semana pasada se registró la primera reducción en el porcentaje de pobreza en EU desde 2006, lo que es una gran noticia pero sigue siendo considerablemente más alta que cuando asumió el mando.
Israel/Palestina: vimos lo que ocurrió en Gaza.
Guantánamo: la cárcel militar sigue abierta.
Por supuesto, el problema no es solo Obama, que en 2008 hizo campaña como el representante de las aspiraciones del electorado liberal y ahora es el emblema de las limitaciones de esas mismas aspiraciones. Obama está en el centro de un sistema abiertamente manipulado en el que hay que pagar para jugar. Podría haberse desempeñado mejor, pero no hubo la suficiente presión desde abajo.
Su mandato prueba que solo es posible un cambio progresista limitado vía las urnas, si hay ausencia de movimientos sociales.
Cuando se trata de la visión del público en cuanto a cómo está haciendo su trabajo, el veredicto es sombrío: los porcentajes de aprobación no llegan a 50% desde mayo. Cuando se evalúan sus habilidades más específicamente, el resultado es peor. Las tasas de aprobación de su gobierno por el manejo de la economía, la política exterior y la inmigración son significativamente más bajas.
A medida que se acercan las elecciones intermedias de noviembre, los demás candidatos demócratas se alejan de él. La mayoría de los estadunidenses no siente que el país haya avanzado en la dirección correcta desde 2009.
Esas son las buenas noticias; la mala es que la interrogante sobre el potencial de su presidencia está pasando rápidamente de ser una cuestión de opinión a una de tiempo.
Ha tenido seis años en su doble mandato y, más allá de los hechos fortuitos, ya hizo todo lo que iba a hacer. Las afirmaciones de que estaba arreglando el desastre de su predecesor o de que era obstruido por republicanos irracionales, ahora, parecen débiles, aunque sean ciertas.
La historia lo juzgará por sus logros, no por sus obstáculos. El eslogan de su campaña fue “Sí podemos”, pero quienes lo defienden culpando a otros están cincelando un epitafio presidencial que dice “Al menos lo intenté”.
Luego de las intermedias, cuando se renueven toda la Cámara baja y un tercio del Senado, no solo será cuestionado el desempeño de Obama, sino también su relevancia.
Con un Congreso que es menos popular que una plaga de piojos, es claro que el poco afecto por Obama no puede separarse de la desilusión con la clase política en general; pero él prometió que mejoraría ambas cosas.
En esta etapa su problema no es que la gente esté desilusionada, sino que hace mucho tiempo dejó de creer.
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