Por: Enrique Camacho Beltrán / Investigador de la Estación de Investigación y Docencia, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
El otro día en el taxi una señora desconsolada le contaba a su amiga que «la señora de la casa» la había corrido del trabajo al enterarse que había mentido. Catorce años había trabajado en esa vivienda, había visto a los hijos crecer, y de nada había valido.
Aparentemente la señora necesitaba dinero para una fiesta patronal en su lugar de origen. Temiendo que «la señora de la casa» no entendiera el significado simbólico de esa obligación, la señora del taxi le había mentido inventándome una enfermedad grave del padre. Cuando «la señora de la casa» se enteró, «se quiso morir», condenó el acto y sentenció que no podría confiar en ella.
Mentir está mal cuando «te cachan» por las consecuencias negativas que suele producir. Pero una de las razones principales por la cual está mal mentir es porque todas las personas valoran su libertad. Ser libre significa gozar de autonomía para tomar decisiones acerca de la persona que uno quiere ser y del tipo de vida que se desea llevar. Para conservar ese control se requiere información. Si uno toma decisiones con información falsa o imprecisa, podemos perder control y con ello autonomía.
Por eso las personas que buscan manipularnos con engaños para que actuemos de la forma que ellos quieren, violan nuestra libertad; pero también las personas que nos mienten, porque nos quitan parte de ese control.
Con todo, lo que me alarmó no fue la mentira de la señora del taxi, sino la asimetría social con la que condenamos o perdonamos las mentiras, porque ello me recordó a un hombre que escuché en otra ocasión en el taxi, quejándose de su casera.
Estaba por terminar el contrato y la propietaria le daba largas. Casi al final del plazo, ella anunció que la renta subía y agregaba que el incremento «estaba muy por debajo de lo que se manejaba en el complejo…»
El hombre no ocultaba su satisfacción al haber compartido anuncios de departamentos en el mismo edificio, por debajo de lo que ella exigía. La casera, quien fácilmente podría haber sido la misma «señora de la casa» del otro chisme, había mentido. De hecho, en Tijuana, los caseros y los corredores de bienes raíces mienten para especular. Pero por alguna razón algunas personas consideran la mentira de la señora del taxi como una falta imperdonable, mientras disculpan la mentira de la casera como asunto de «negocios». Pero eso no tiene ningún sentido porque la mentira de la casera parece mucho más nociva para todo mundo.
Por el sobreprecio de las rentas, los caseros pierden esperando lo que pensaban ganar por la especulación.
A su vez, eso hace que los precios de todas las rentas se deslicen hacia arriba, incluyendo las rentas de las personas más desaventajadas y vulnerables. Mientras la mentira de la señora del taxi constituye sólo una falta de sinceridad, las mentiras de los especuladores producen serios efectos en la justicia social, lo que deshace el tejido social de la ciudad contribuyendo a la creación y sostenimiento de toda suerte de males desde la inseguridad hasta la drogadicción juvenil.
¿Cuántas mentiras que sostienen sistemas injustos toleramos, mientras condenamos furiosamente meras mentirijillas?
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